viernes, 21 de enero de 2011

TRIBUNA ABIERTA

Maestro, mentor, amigo
Por: Carlo Trivelli
Publicado en El Comercio

Recuerdo claramente la primera vez que vi a Luis Jaime Cisneros. Tuve la suerte de estar en el mismo colegio que Nacho, su hijo menor, y, gracias a eso, Luis Jaime fue a darnos una charla. Nos habló de lo que era, sin duda, su pasión: el lenguaje. Pero no fue una charla académica, sino una disertación, tan natural como una conversación entre amigos, acerca de cómo el lenguaje nos es constitutivo, de cómo nos hace personas. A pesar de que, como suele suceder para la mayoría, Lengua era una de las materias más aburridas, nos tuvo a todos embelesados. Recuerdo que nos hizo imaginar que transitábamos por un aeropuerto en Rumanía, desconcertados por encontrarnos rodeados de sonidos incomprensibles para nosotros hasta que –¡oh alivio!– escuchábamos a alguien proferir un “¡mierda!”. Estallamos en carcajadas. Claro, ninguno de nuestros maestros decía lisuras delante de nosotros. Y ese contraste, ese desparpajo del eminente profesor que teníamos ante nosotros, nos hizo cómplices y, gracias a eso, nos hizo entender que escuchar la propia lengua en medio de la incomprensión, de la inquietud que nos generaba estar entre cientos de personas que hablaban otra, una que no entendíamos, era como volver a la vida. Salí de esa charla con dos certezas. La primera: que desde la familiaridad del habla cotidiana hasta las alturas de la poesía, el lenguaje era mi herencia, mi identidad y una fuente –como un espejo insondable– de maravilla. La segunda: que no había maestro alguno como Luis Jaime Cisneros.

En cuarto de media gané los juegos florales del colegio con un cuento. Recuerdo que le pedí a Nacho que se lo llevara a su papá, para ver qué le parecía. Unos días después Nacho me sorprendió al devolverme la copia impresa de mi cuento, anotada –exhaustiva, delicada y dedicadamente, por Luis Jaime–. En retrospectiva, creo que le mandé ese texto esperando que Luis Jaime me dijera si tenía talento literario o no. Lo que recibí fue mucho mejor: una lista de recomendaciones de estilo y un ofrecimiento: “No dejes de buscarme cuando quieras”. No lo busqué hasta unos años después, luego de haber ingresado a la Católica y de haber sido su alumno. Tenía serias dudas vocacionales y le pedí un tiempo para hablar de ellas. En su casa de General Borgoño, me hizo pasar a su estudio mientras terminaba de arreglar unos asuntos y eso me dio tiempo para observar su escritorio, atestado de papeles y libros, y su fantástica biblioteca. Y entonces pensé: esto es lo que quiero para mí. Algún día, quiero ser como él.

Mi incierta vocación me llevó a seguir Lingüística. Y, con el tiempo, fui su jefe de prácticas, su asistente, su discípulo, su reemplazo cuando unos nódulos en las cuerdas vocales le quitaron el habla, su amigo. Eso me dio la oportunidad de ver a Luis Jaime en todas sus facetas. Como profesor, como mentor y como médico. Es que, además de Letras, Luis Jaime estudió Medicina y, fiel a su vocación y haciendo gala de su ojo clínico, nos recetaba libros para que, en ellos, nos descubriéramos a nosotros mismos. Si bien fue un gran hombre de letras, Luis Jaime, el mejor Luis Jaime, fue siempre el descubridor de vocaciones, el sabio que nos revelaba, con un don increíble, quiénes, a pesar de nuestras dudas, queríamos ser.

He escrito antes –no lo voy a repetir ahora– acerca de cómo su vocación por el hombre, por la educación, por la ciencia y la universidad lo hicieron un hombre ejemplar y excepcional. Tampoco ahondaré en su recta comprensión de la política –una que lo llevó, siempre, a equiparar su compromiso político con la educación, fuera en las aulas o en la conversación personal y amena–. Sí quiero recordar su magnífico sentido del humor –“desasistidos de la mano de Dios” y “candidatos a diputados nacionales” solía llamar a los mentecatos–, su debilidad por repetir frases por el puro gusto de hacerlo –“¡cataplum candela!”, “bueno, le dijo la mula al freno, y se lo dejó poner”–, su bondad y su cariño. Yo, como tantos otros de los que tuvimos la suerte de conocerlo, no sería quien soy sin Luis Jaime Cisneros.

No puedo más que ofrecer mis condolencias y mi más sincero abrazo de cariño a Sara, Luis Jaime, Cecilia, Sarita y Nacho, a los hermanos de Luis Jaime y a sus sobrinos y nietos. A sus otros discípulos solo puedo decirles que nos queda como consuelo y como mandato que Luis Jaime no se ha ido: él sigue con nosotros, vivo a través de su ejemplo, sus enseñanzas, su dedicación y su cariño. Ni las lágrimas que nublan mi vista al escribir estas líneas pueden enturbiar eso.

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