ARTÍCULOS DE ASOCIADOS
El juicio PUCP-Arzobispado
Por Luis Jaime Cisneros.
Publicado en La República
No ha sido fácil explicar a amigos y colegas mi silencio respecto de los problemas judiciales a que hace frente la Católica. Sesenta y dos años de docencia son una historia muy larga para sintetizar todo en unos argumentos de mayor o menor peso, sobre todo cuando, en el fondo del análisis, son años en que la universidad se ha ido transformando y el país ha sido testigo de días de triunfo y días de horror, que la han obligado a asumir una responsabilidad en la que tal vez no pensaron los alumnos de 1917.
En el segundo trimestre de 1948 se inició mi relación con la PUCP. Salíamos de dictar clases en San Marcos, y Jorge Puccinelli me propuso visitar la Católica. Cortamos camino por Tambo de Belén, reconocimos el consultorio del profesor Honorio Delgado en la esquina de Uruguay y divisamos, erguidas, las torres de la Recoleta. Llegamos a la Católica, clavada en una esquina de la Plaza de la Recoleta. Me sorprendió la oscuridad, en contraste con la casa sanmarquina. Un patio débilmente iluminado y un árbol grande y acogedor, a la izquierda, anunciaron que efectivamente, estaba en la universidad. Fuimos al decanato de Letras. Raúl Ferrero Rebagliatti, decano a la sazón, tras breve conversación, me obsequió su libro Renacimiento y barroco, y promovió una larga y beneficiosa amistad, cálida, generosa, abierta. Esa noche conocí a Mario Alzamora Valdez, que enseñaba Filosofía, y a César Arróspide, que dictaba Historia del Arte. En la oficina se hallaba un profesor de apellido Espinosa, que había dictado hasta entonces el curso de ‘Castellano avanzado’ y que se despedía porque viajaba a los EEUU. Le pregunté ingenuamente en qué consistía ese curso, cuyo título me causaba cierta extrañeza, pero no avanzamos mucho en la explicación. Jorge Olaechea, entonces secretario de la Facultad, me proporcionó un documento en el que se explicaban los objetivos del citado curso. Me llamó la atención la bibliografía aludida, de sabor escolar.
Semanas después, Olaechea me anunció el interés del decano Ferrero por que me hiciera cargo precisamente de ese curso. Mi primera inquietud fue preguntar si podíamos cambiar el nombre del curso, y convinimos en que durante el semestre estudiaría la conveniencia y posibilidad del cambio. Le escribí a Amado Alonso, mi viejo maestro. Las instrucciones de Alonso eran terminantes, debía enseñar lo que había aprendido, centrar la reflexión en la lengua, y debía darle a la bibliografía el relieve necesario. Todo lo que hicimos en la Católica fue imitado más tarde por otras instituciones superiores.
Pero la universidad fue algo más que ese curso de lenguaje. El ‘oscuro patio’ de aquella tarde de julio se fue transformando en el jubiloso encuentro de profesores y alumnos. Lo más importante fue el diálogo con el alumnado. Ese diálogo fue cimentando la buena relación docente. Le fuimos abriendo espacio a la crítica y a relegar el prestigio por entonces otorgado a la memoria. La discusión y el debate fueron importantes. Los muchachos descubrieron cómo nuevos planteamientos ofrecían nueva imagen de teorías, de textos, de autores. Comenzaron a aparecer tesis y monografías sobre asuntos insospechados: la primera tesis sobre Entonación de Beatriz Maucchi. Creadas las prácticas para varios cursos, Lengua entre ellos, los alumnos fueron acostumbrándose al trabajo hermenéutico.
Sí, la universidad del 48 iba cambiando poco a poco. Había más alumnos de barrios apartados. Pero el cambio fundamental fue el que produjeron algunos profesores incorporados entre los 60 y los 70, y la atención que la universidad otorgó a los estudios sociológicos. El interés por la filosofía se fue intensificando, la antropología se ofrecía como una opción atrayente. Y en Historia, la aparición de Onorio Ferrero le dio al Renacimiento la importancia que debía asignársele en una universidad de prestigio. Eso sirvió a que las ideologías fueran abriéndose paso. Una sólida formación salvó a la gente de la Católica de los planteamientos vocingleros. Pudo, así, asumir el papel que, en política, debe asumir toda universidad: la libertad, la justicia, los derechos humanos.
Si a estas reflexiones me veo convocado, ¿del lado de quiénes puedo estar en esta hora difícil de la universidad?
Por Luis Jaime Cisneros.
Publicado en La República
No ha sido fácil explicar a amigos y colegas mi silencio respecto de los problemas judiciales a que hace frente la Católica. Sesenta y dos años de docencia son una historia muy larga para sintetizar todo en unos argumentos de mayor o menor peso, sobre todo cuando, en el fondo del análisis, son años en que la universidad se ha ido transformando y el país ha sido testigo de días de triunfo y días de horror, que la han obligado a asumir una responsabilidad en la que tal vez no pensaron los alumnos de 1917.
En el segundo trimestre de 1948 se inició mi relación con la PUCP. Salíamos de dictar clases en San Marcos, y Jorge Puccinelli me propuso visitar la Católica. Cortamos camino por Tambo de Belén, reconocimos el consultorio del profesor Honorio Delgado en la esquina de Uruguay y divisamos, erguidas, las torres de la Recoleta. Llegamos a la Católica, clavada en una esquina de la Plaza de la Recoleta. Me sorprendió la oscuridad, en contraste con la casa sanmarquina. Un patio débilmente iluminado y un árbol grande y acogedor, a la izquierda, anunciaron que efectivamente, estaba en la universidad. Fuimos al decanato de Letras. Raúl Ferrero Rebagliatti, decano a la sazón, tras breve conversación, me obsequió su libro Renacimiento y barroco, y promovió una larga y beneficiosa amistad, cálida, generosa, abierta. Esa noche conocí a Mario Alzamora Valdez, que enseñaba Filosofía, y a César Arróspide, que dictaba Historia del Arte. En la oficina se hallaba un profesor de apellido Espinosa, que había dictado hasta entonces el curso de ‘Castellano avanzado’ y que se despedía porque viajaba a los EEUU. Le pregunté ingenuamente en qué consistía ese curso, cuyo título me causaba cierta extrañeza, pero no avanzamos mucho en la explicación. Jorge Olaechea, entonces secretario de la Facultad, me proporcionó un documento en el que se explicaban los objetivos del citado curso. Me llamó la atención la bibliografía aludida, de sabor escolar.
Semanas después, Olaechea me anunció el interés del decano Ferrero por que me hiciera cargo precisamente de ese curso. Mi primera inquietud fue preguntar si podíamos cambiar el nombre del curso, y convinimos en que durante el semestre estudiaría la conveniencia y posibilidad del cambio. Le escribí a Amado Alonso, mi viejo maestro. Las instrucciones de Alonso eran terminantes, debía enseñar lo que había aprendido, centrar la reflexión en la lengua, y debía darle a la bibliografía el relieve necesario. Todo lo que hicimos en la Católica fue imitado más tarde por otras instituciones superiores.
Pero la universidad fue algo más que ese curso de lenguaje. El ‘oscuro patio’ de aquella tarde de julio se fue transformando en el jubiloso encuentro de profesores y alumnos. Lo más importante fue el diálogo con el alumnado. Ese diálogo fue cimentando la buena relación docente. Le fuimos abriendo espacio a la crítica y a relegar el prestigio por entonces otorgado a la memoria. La discusión y el debate fueron importantes. Los muchachos descubrieron cómo nuevos planteamientos ofrecían nueva imagen de teorías, de textos, de autores. Comenzaron a aparecer tesis y monografías sobre asuntos insospechados: la primera tesis sobre Entonación de Beatriz Maucchi. Creadas las prácticas para varios cursos, Lengua entre ellos, los alumnos fueron acostumbrándose al trabajo hermenéutico.
Sí, la universidad del 48 iba cambiando poco a poco. Había más alumnos de barrios apartados. Pero el cambio fundamental fue el que produjeron algunos profesores incorporados entre los 60 y los 70, y la atención que la universidad otorgó a los estudios sociológicos. El interés por la filosofía se fue intensificando, la antropología se ofrecía como una opción atrayente. Y en Historia, la aparición de Onorio Ferrero le dio al Renacimiento la importancia que debía asignársele en una universidad de prestigio. Eso sirvió a que las ideologías fueran abriéndose paso. Una sólida formación salvó a la gente de la Católica de los planteamientos vocingleros. Pudo, así, asumir el papel que, en política, debe asumir toda universidad: la libertad, la justicia, los derechos humanos.
Si a estas reflexiones me veo convocado, ¿del lado de quiénes puedo estar en esta hora difícil de la universidad?
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