ARTÍCULOS DE ASOCIADOS
La PUCP, casa humanista
Por: Luís Jaime Cisneros
Publicado el 26.07.2009 en La República
En agosto cumpliré 61 años de docencia en la Católica. Hasta entonces, mis cursos sanmarquinos habían estado centrados en la literatura española de la Edad de Oro. La enseñanza en la PUCP estuvo siempre centrada en el lenguaje. Pero no es de esos cursos de los que hablaré. Sí de cómo he visto crecer a la casa. Si el padre Dintilhac y Riva Agüero idearon una universidad que estuviera mirando a los estertores del siglo XIX, he sido testigo de cómo Felipe MacGregor nos enseñó a prepararnos para apreciar y vivir la universidad que debíamos construir y defender en el siglo XXI.
Presente tengo en la mente el recorrido que hicimos Jorge Puccinelli y yo, aquella tarde primera desde San Marcos a la PUCP. Atravesamos el Callejón largo, y desde el Tambo de Belén aprendí a reconocer las grises torres de la Recoleta. Desde esa plaza, recoleta y acogedora, hasta el actual campus de Pando han corrido largas jornadas. Soy testigo de cuánto hizo la universidad por mantener su claro perfil entre la multitud y cuánto luchó para cuidar y reforzar sus esencias. Así aprendimos a reconocer la presencia vigorosa de tantos alumnos inquietos que buscaban cómo alcanzar el porvenir.
Esos años primeros aprendimos a caminar hasta el Instituto Riva Agüero, lugar que sirvió para avivar la inquietud por la investigación. Con el tiempo, profesores y alumnos nos vimos abordados por las luchas en las calles. Fue difícil acomodarse al diálogo de sables. Lentamente, la casa iba creciendo. Esa caminata hasta el Riva Agüero, iluminado por la ciencia y el sano humor de Víctor Andrés Belaunde, duró todos los rectorados del padre Rubén Vargas Ugarte y de monseñor Fidel Tubino hasta el de Mac Gregor.
En los últimos años de los 60, la universidad había crecido. Creció no solamente en número, que no era lo importante. Se dilató el número de los barrios representados en las aulas. Provincianos y limeños compartían las mismas esperanzas. Valía la pena enseñar. Los alumnos de esos años primeros eran muchachos inteligentes y vivamente interesados en la lectura. De pronto esta sorpresa estudiantil se vio estimulada e iluminada en las aulas por la figura de Onorio Ferrero. Hubo un nuevo modo de mirar y entender todo el mundo antiguo. Frente al interés por el aparecer de la conciencia nacional, estimulado por las clases de José Agustín de la Puente, la Edad Moderna era un llamado de alerta para los muchachos. Los sables volvieron, en 1968, a cruzarse en el horizonte, y no en vano la Sociología era el nuevo horizonte abierto a la curiosidad y la inteligencia de los jóvenes. Buena ocasión fue esa para que comprendiéramos lo que, en rigor, correspondía hacer a una universidad.
El rigor científico a que MacGregor nos había estimulado cobró intensidad en todas las disciplinas y aprender no sólo se entendió como un ejercicio de la memoria sino como un empeñoso trajín intelectual. Como el país estaba en juego, había que aprender a pensar en el porvenir, y fue necesario admitir que la universidad tenía una responsabilidad política que no cabía ignorar. Aristóteles había precisado qué era la política. Los griegos habían enseñado qué era y cuáles eran los alcances y objetivos de la política.
Lo que fue inequívoco en estos largos años fue cómo logró MacGregor que comprendiéramos a refundir la fe en la cultura, asimilada en la tradición y expresada en los logros más auténticos del conocimiento y el provecho del saber. Esa fe jamás podrá desaparecer. No se trata de una fe prestada por ademanes sino de una fe surtida e inteligentemente vivida y aprovechada.
En estos 61 largos años he aprendido que una casa de estudio es una casa de voluntades unidas para salvar al prójimo del abandono intelectual y la miseria moral. A ella venimos a estudiar con la certidumbre de que el saber nos hace mejores para eficaz servicio de la polis. La fe fortalece ese estudio y acentúa su perfil humanista. Cuanto más perfeccionamos el saber, mejor entendido está el hombre, nuestro prójimo esencial. A más verdad, saber más sólido y fe más verdadera. Aprender y enseñar son tareas a que nos convoca la verdad. Y me alegra proclamarlo al elegir a Marcial Rubio, mi antiguo alumno, como Rector.
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