viernes, 16 de abril de 2010

ARTÍCULOS DE ASOCIADOS

Saber y creer no es igual
Por Luis Guerrero
Publicado en CNR

Madre e hijo contemplan absortos un hermoso atardecer. En medio del trance, en un impromptu de racionalidad, la señora pregunta a su hijo: ¿Tú que crees, que el Sol gira alrededor de la Tierra o que la Tierra gira alrededor del Sol? El niño, sin retirar la mirada del horizonte le responde emocionado: el Sol mamá ¡el Sol gira alrededor de la Tierra! La madre entonces voltea a mirarlo con ojos de reproche: ¿Acaso es eso lo que te han enseñado en la escuela? El niño la observa extrañado y le responde con firmeza: ¡pero tú me has preguntado qué es lo que yo creo, no qué es lo que me enseñaron! Esta escena relatada gráficamente por Francesco Tonucci, querido pedagogo italiano, muestra con sencilla ironía la notable distancia que puede existir entre los conocimientos y las convicciones de las personas.

Puede ser el caso, por ejemplo, de una maestra de Jardín, cuyo sentido común le lleva a ver a los niños que educa y a los que ama, como seres esencialmente inmaduros, dependientes y autocentrados, vulnerables e indefensos, imprudentes e incompetentes, sin desconocer que también pueden tener alguna gracia o habilidad. Este mismo sentido común, alimentado quizás por el recuerdo de la crianza que ella misma recibió, la puede llevar a mirar con desconfianza el entorno donde crecen. Si acaso viven en pobreza, no será difícil percibir en ellos las carencias, las malas influencias, los conflictos, fisuras o derrumbes familiares, la ignorancia, el desinterés y hasta el maltrato del que pueden ser objeto.

Si los percibe como sujetos limitados interactuando con ambientes negativos, les pronosticará un desarrollo deficiente o retorcido de sus propias vidas. Para protegerlos de sí mismos y de las amenazas del mundo exterior, el sentido común podría aconsejarle esta vez reencausar su desarrollo hacia la «normalidad». Digamos, hacia la obediencia, la adaptación a las reglas de sus maestros, el cultivo de hábitos y protocolos, el silencio, el orden y la tranquilidad necesarios para acomodarse sin chistar al mundo «mejor constituido» que ella le presenta.

Lo curioso es que esta misma maestra podría saber, en virtud de sus estudios superiores y las investigaciones que lo demuestran, que los niños menores de 5 años tienden a ser sumamente sociables y sensibles a los sentimientos de los demás, además de inquisidores, curiosos y creativos, autónomos por naturaleza e inteligentes de muy diversas maneras. Es más, podría saber que los lugares donde crecen pueden ser, más allá de su pobreza y sus riesgos, espacios de aprendizaje y socialización muy significativos, capaces de aportarles una historia y una identidad, redes de protección y afecto, oportunidades para aprender a sobreponerse a las adversidades y a conservarse emocionalmente sanos a pesar del dolor.

Si la maestra aceptara esta evidencia como válida, vería a sus niños como seres con obvias limitaciones, pero innatamente habilitados también para relacionarse con las posibilidades del mundo, no sólo con sus despeñaderos. Entonces, apostaría por una educación que desarrolle su autonomía, su capacidad de expresar con libertad sus afectos y desafectos, de reinventar la realidad con imaginación y osadía, de encontrar sus propios tesoros dentro de sí mismo y de actuar con autenticidad.

Amar y querer no es igual, cantaba José José, marcando distancias entre lo que perdura y lo que no. Saber y creer tampoco es lo mismo, pues lo que se sabe se guarda en la cabeza, pero aquello en lo que se cree se lleva en el corazón. Lo que urge entonces, porque carecemos de ella, es una formación profesional docente capaz de generar nuevos saberes, pero también y sobre todo de fundar nuevas certezas.

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