ARTICULOS DE ASOCIADOS
Por Luis Guerrero
Publicado el 26/03/10 en CNR
Durante el 2007 y 2008, en una escuelita rural promedio de los andes peruanos, con veinte niños matriculados en segundo grado, sólo uno de ellos pasaba a tercero con un dominio suficiente de las habilidades lectoras básicas. Según la última evaluación censal a segundo grado en el 2009, que reporta un progreso de 6 puntos porcentuales, dos de ellos alcanzaron este nivel de logro. Es decir, el resto de la clase, dieciocho de veinte niños, quedaron muy rezagados en un aprendizaje decisivo para continuar con éxito su trayectoria escolar. Dicho de otro modo, el fracaso de la escuela rural en la alfabetización lectora de los niños bordea ahora el 90%, seis puntos menos que antes. Como explicaba León Trahtemberg en días pasados, esta situación está siendo paradójicamente presentada como un éxito de la política educativa.
Ahora bien, según han declarado las autoridades, este leve movimiento de las cifras se habría debido al programa nacional de capacitación docente. Un programa que ha recibido alrededor de 500 millones de soles en los últimos tres años, y que según un estudio del Ministerio de Economía y Finanzas difundido el 2009 no asigna ninguna prioridad presupuestal a la capacitación de maestros de escuelas rurales ni cuenta con estrategias adecuadas a sus necesidades, no disponiendo tampoco de alternativas para subsanar la gran debilidad de las instituciones formadoras en la especialidad intercultural bilingüe.
También se han imputado estas cifras a la distribución de más de 33 millones de textos gratuitos en todas las escuelas, una política que se inició en 1997 y que, en doce años, jamás ha hecho pública evaluación oficial alguna de su impacto y efectividad en los aprendizajes de los niños. Por el contrario, hay investigaciones independientes que han puesto en evidencia el escaso interés y uso del que son objeto en las escuelas o su empleo distorsionado, particularmente en las áreas rurales.
Se señala igualmente como una causa segura las modificaciones recientes al currículo escolar, que lo habrían convertido en un instrumento «moderno, actualizado y diversificado». Es curioso que un currículo que según todas las evidencias disponibles el magisterio nacional aplica poco y mal, siendo significativa la diferencia entre lo que éste le exige y lo que en verdad enseña, de pronto termine siendo un factor de mejores aprendizajes.
También se ha aludido a la nota 14 exigida a los postulantes a los Institutos Superiores Pedagógicos, siendo que no ha concluido aún ninguna promoción de alumnos que ingresaron bajo esa medida. Más aún considerando que los no ingresantes ahora estudian la carrera de maestro en las universidades, las cuales les abrieron sus puertas con presteza sin ser objeto de condicionamientos ni limitación alguna y sin mejorar necesariamente la calidad de la formación tradicionalmente ofrecida.
La lista de las «causas oficiales» es más larga, pues se ha aprovechado de incluir allí toda clase de medidas, ninguna de las cuales ha mostrado hasta ahora ningún indicio razonable que permita estimar con un mínimo de rigor su relación causal con esta diferencia porcentual tan celebrada. Un resultado de esta naturaleza no puede convertir de un día para el otro el error en acierto, la necedad en sabiduría ni las malas decisiones en proezas ejemplares. Lo que sí puede hacer y de hecho ya empezó a hacerlo, es echar gasolina a la hoguera de las vanidades.
Pero en la medida que esto no ha ocurrido en un solo lugar del país sino en muchas regiones a la vez, el fenómeno debe explicarse. Descartaría la hipótesis de un manejo sesgado o erróneo de la prueba y sus resultados, pues el profesionalismo de la Unidad de Medición de la Calidad está fuera de toda duda. Asumamos, más bien, otra hipótesis: que ha sido a fuerza de darle palos de ciego a la situación durante esta gestión gubernamental, que las cifras se movieron un poco. Si así fuera, habría que averiguar qué golpe dio en el blanco. Es decir, si los progresos registrados en cada caso –escuela, distrito, provincia- aparecen directamente asociados a la lista de medidas, a todas ellas o alguna en particular, o a alguna decisión anterior al 2007, para estimar un posible efecto acumulativo.
No obstante, lo que sin necesidad de esta pesquisa salta a la vista como un factor con capacidad de impacto masivo y directo en la actitud de los maestros en razón de su extensión, reiteración y resonancia pública, es sólo uno: las evaluaciones censales del rendimiento escolar. De todas las medidas adoptadas en los últimos tres años, es la única que ha entrado al aula –a todas las aulas del país- y durante tres años consecutivos ha puesto en evidencia ante los ojos de la población, los resultados de la enseñanza que se imparte en las escuelas.
K. Leithwood, del Instituto de Estudios en Educación de la Universidad de Toronto, sostiene que las evaluaciones estandarizadas externas, tomadas aisladamente, no incentivan a mejorar sino más bien a culpabilizar por el fracaso. Por esta razón, suelen provocar una subordinación de la enseñanza a los temas de las pruebas, fenómeno que se conoce como teach to the test («enseñar para el examen»), un mecanismo de defensa contra el ridículo según Raymundo Wennier, educador guatemalteco. Esto ocurre sobre todo allí donde, al lado de las evaluaciones, no existen oportunidades serias para encausar a los profesores en procesos reales de mejora de su práctica profesional, dice Leithwood. Naturalmente, quienes creen que la educación pública debe limitarse a alfabetizar a los pobres, mientras la escuela privada de élite forma integralmente a los ricos como líderes de la nación, no se preocuparán por esto.
Si este fuera el caso, es obvio que un mayor esmero en la enseñanza de la lectura, inducido por el control y la presión del sistema, no hará surgir mágicamente las competencias pedagógicas que la enseñanza del currículo demanda, incluyendo por cierto las habilidades de uso comunicativo de la lengua escrita, y que el sistema de formación no ha sabido ni sabe generar en los docentes. El mayor empeño en la enseñanza puede producir mejoras, pero eso tocará techo rápidamente.
En ese sentido, valdría la pena calcular la diferencia entre el costo de las medidas implementadas en los últimos 3 años y el beneficio que se atribuye. En diversas zonas del país hay escuelas rurales acompañadas por entidades no gubernamentales cuyos alumnos de 2º grado con habilidades lectoras suficientes, pasaron del 23% al 34%, dando a la vez saltos notables en matemática, en su desarrollo personal, en la activación de municipios escolares, en la participación de los padres en la gestión, en la autoformación de los maestros y en su mayor reconocimiento social, en un lapso de cuatro años y a un costo promedio de 1,800 dólares anuales por escuela. Hay en estas experiencias una manera más ambiciosa, integral y eficiente de hacer las cosas, de la que el Estado no ha querido aprender, anclándose en políticas homogéneas y centralistas para un país tan desigual y diverso como el Perú.
Esta mejora puede ser un espejismo y debería alertar sobre las distorsiones de la política educativa, pero puede aprovecharse de inmediato para llenar vacíos y enmendar errores. Es comprensible que en determinados círculos del poder se vea como una oportunidad para la propaganda política. Lo grave sería que las autoridades del sector terminen creyéndosela y utilicen estos resultados para justificarse. Como el estado general de la educación pública sigue siendo inocultablemente malo, sería lamentable que terminen finalmente argumentando, al irónico estilo de la vieja película de Billy Wilder, que «la situación es desesperada, pero no grave»
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