jueves, 17 de diciembre de 2009

ARTICULOS ASOCIADOS

Ser "alguien en la vida" empieza por "ser alguien"
Por León Trahtemberg - blog

Con frecuencia la inequidad es vista como un atributo de la educación de los hijos de los pobres -frente a los de los hijos de los padres solventes-, lo cual constituye una visión muy sesgada del terma. Me consta porque provengo del mundo de la educación privada, y he tenido mucho contacto con aquella que atiende niños de la clase media y alta. Aquella idealizada por sus logros, respecto a la cual se investiga poco, con lo que se ocultan sus severísimos problemas, incluyendo el de la inequidad, desigualdad de oportunidades y exclusión, aunque los motivos de la discriminación no necesariamente sean económicos (a veces también lo son).
La escuela privada construye jerarquías al interior de su alumnado, entre los que mandan y los que obedecen, los exitosos y los fracasados, los escuchados y los ignorados, -por diferencias intelectuales, sociales, culturales, físicas o de apellido-. El niño solitario introvertido sin amistades, el chivo expiatorio de quien todos se burlan, el limitado intelectualmente a quien se califica de “bruto” viven experiencias de inequidad y exclusión así vengan de hogares acaudalados. Es difícil comparar el dolor, el golpe afectivo y la desmotivación del excluido por la pobreza, con el dolor del excluido por sus limitaciones personales, sociales o intelectuales. El sufrimiento de los alumnos no tiene apellido económico. Tan preocupante es el fracaso y abandono escolar del pobre como lo es el fracaso, la depresión y la creciente migración escolar de los repitentes y expulsados de las clases medias y altas.
No pretendo minimizar el drama específico de los pobres. Pretendo integrarlo con el de los alumnos de otros sectores socioeconómicos para sostener que la escuela irrelevante, aburrida, rígida, de maestros incomunicados que no se interesan por el mundo interior de sus alumnos, que cumplen rutinariamente los programas así los alumnos no los aprendan, que prefieren avanzar en lugar de profundizar para asegurar la comprensión de los temas, que en nombre de la inclusión excluyen, que por cada mensaje de afecto trasmiten cinco de desafecto, es una escuela que privilegia a unos y condena a otros, y es incapaz de luchar por la equidad.
Los alumnos no tienen alegría, se aburren, se frustran… sueñan sin convicción con ser “alguien en la vida”. Tienen severos problemas familiares y personales, sensaciones de abandono y soledad… sueñan con dolor con ser “alguien”. Pero no hay quién los comprenda y atienda. Por avanzar el programa no queda tiempo para curar las heridas que impiden el aprendizaje. Esa es la mayor inequidad, porque en ausencia de una intervención externa se permite que el que es fuerte por el azar de la naturaleza supere sus dificultades por sí mismo, mientras que el que es débil quede condenado sin salvación.

La historia del niño abandonado, sin padres que se ocupen de él, que es golpeado… es la historia de los niños inválidos afectivos de nuestros tiempos. Cuando los maestros quieren explicar los problemas de rendimiento de los alumnos apelan de inmediato a sus biografías personales, pero tienen pocos recursos para abordar los problemas que diagnosticaron. La escuela de nuestros tiempos se ha quedado atrapada en clisés pedagógicos que fracasan al abordar problemas de origen psicológico o social que interfiere con el aprendizaje o la conducta adaptada. El abismo entre el discurso docente oficial con jerga moderna y la realidad de su acción escolar cotidiana es enorme. Sus estrategias de controlar, señalar deficiencias, castigar y excluir distorsionan el cultivo de la autoestima que predican.
Una escuela sin alegría y un equipo docente agotado y aburrido, jamás transformarán la educación. Se requiere de una pedagogía para el éxito y el bienestar, que verdaderamente cultive la autoestima de los alumnos, los llene de energía y motivación para aprender, tolerar las frustraciones, postergar placeres e intentar cambiar el mundo, empezando por el suyo.
Sin embargo, los maestros no han sido formados ni alentados para ocuparse de eso. La obsesión de muchos promotores y directores está dirigida a que se dediquen a enseñar contenidos –que muy pocos alumnos dominarán-. Eso los tiene obsesionados. Pero eso hará de muchos de los egresados jóvenes confundidos, desbordados, frustrados, infelices.
Ha llegado la hora de revisar lo que se está haciendo en las escuelas y permitir que los buenos maestros -que son muchos-, se capaciten para incluir en su tarea docente las nuevas formas de hacer pedagogía incluyendo la consideración a los nuevos retos que conlleva la atención de las necesidades afectivas, familiares, sociales, ambientales y tecnológicas de los niños y jóvenes de nuestros tiempos.

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