jueves, 8 de octubre de 2009

ARTICULOS DE ASOCIADOS

Buenas razones para no cambiar
Por Luis Guerrero
Publicado el 9/10/09 en CNR

Yo había faltado justo a la clase en la que el profesor iba a dar las indicaciones para la monografía final. Esa misma noche, uno de mis compañeros me dictó por teléfono las cinco preguntas en las que se basaría el trabajo. Grande fue mi sorpresa cuando, semanas después, mi profesor nos devolvió las monografías corregidas, habiendo colocado en la mía, al lado de un bello 18, estas inolvidables palabras: lo felicito por su originalidad. Como no me sentía seguro de merecer ese adjetivo, hice algunas averiguaciones y pude descubrir lo insólito: era el único de la clase que había hecho un trabajo en base a preguntas completamente distintas a las que se entregó a los demás. Por fortuna las respondí bien, pero al cabo de tantos años, pienso en mi ex amigo y sigo sin explicarme la razón de su canallada.

La confusión, qué duda cabe, es un buen motivo por el cual una persona termina haciendo una cosa por otra. Pero no es la única razón. El currículo escolar, por ejemplo, pide al profesor que forme estudiantes competentes en el lenguaje escrito, las matemáticas, las ciencias, el arte y el desarrollo personal. Es decir, que los ayude a ser capaces de actuar en esos ámbitos de manera eficaz, haciendo uso creativo de conocimientos y habilidades específicas para cumplir determinados objetivos, crear ciertos productos o inventar soluciones a problemas concretos. Le pide, además, que les permita aprender a hacerlo de manera reflexiva y crítica, en colaboración con sus compañeros, con ética y confiando mucho en sí mismos.

Uno podría preguntarse entonces ¿Por qué el profesor insiste tercamente en enseñarles conocimientos teóricos sobre el lenguaje escrito, las matemáticas, las ciencias, el arte, el desarrollo personal, en la intención que aprenda a repetirlos, incluso literalmente? ¿Por qué sigue prefiriendo hacerlos trabajar individualmente y no en grupos? ¿Por qué sigue esforzándose, con cada menos éxito, en hacer que su buen comportamiento consista básicamente en obedecer sus órdenes?

Una razón, en efecto, puede ser la confusión. Ha pasado más de una década desde que el currículo dejó de estar centrado en objetivos y contenidos disciplinares, pero sigue sin traslucir con claridad qué es lo distinto que le pide al profesor que enseñe. Más allá del lenguaje abstracto o ambiguo en que pueda estar formulada, hay algo en la propuesta misma que la vuelve poco inteligible para el maestro.

Quizás se deba –y esta es una segunda razón- a que las demandas curriculares colisionan con creencias muy arraigadas en la cultura docente. Si yo estoy convencido de que aprender es repetir, la creatividad o el pensamiento crítico del muchacho me sobran y hasta me estorban. Si creo que la conducta moral consiste en acatar normas ¿Para qué perder tiempo en formarles un juicio moral autónomo?

Otra razón es que enseñar todo eso demanda al profesor habilidades que no siempre posee. Por ejemplo, formar grupos. Como los estudiantes no tienen hábito de trabajar en colaboración, en los grupos surgen conflictos o no se centran en la tarea. Si el profesor no sabe conducirlos pedagógicamente hacia su conversión en equipos productivos y autónomos, se impacienta y los deshace.

Digamos que si no lo entiendo, no lo apruebo o no lo sé, no lo hago. Que el docente responda entonces a las demandas curriculares implica no una simple actualización didáctica o teórica, como ha supuesto hasta hoy la política educativa. Exige nuevas capacidades pedagógicas y, sobre todo, buenas razones. Es decir, nuevos consensos sobre el significado, el valor y la necesidad de estos aprendizajes. Hasta pronto.

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