jueves, 10 de septiembre de 2009

ARTICULOS DE ASOCIADOS

El club de los olvidados
Por Luis Guerrero
Publicado el 11/09/09 en CNR

Uno de los cuentos inéditos de Julio Cortázar, recientemente publicados por Alfaguara, relata la historia de un sujeto cuyos recuerdos, el recuerdo de una tía en particular, podían ocasionar perjuicios inexplicables. El personaje en cuestión empezó a notar el tremendo poder de sus recuerdos en medio de un concierto en que se interpretaba espléndidamente a Paganini, pues a la primera evocación de su tía se rompió la cuerda de un violín. El suceso se repitió tantas veces en sucesivos conciertos de música clásica, que al final no le quedó ninguna duda de esta extraña relación de causalidad, y hasta empezó a emplear tan asombrosa facultad para extorsionar a los concertistas.

El ingenio de Cortázar es admirable y esta curiosa historia me pareció muy divertida. Pero me dejó pensando también hasta qué punto determinados recuerdos pueden pesar tanto sobre nuestro comportamiento que terminan modificando actitudes, malogrando situaciones y hasta rompiendo vínculos o expectativas en nuestros círculos de convivencia.

Una amiga me contaba el caso de un sobrino adolescente que traicionó la confianza de su madre sacando ventaja de una situación y ocasionándole un perjuicio. La mamá se decepcionó, resultándole inexplicable todo lo ocurrido. Pero si uno toma nota de la cadena de episodios dolorosos que le tocó vivir en los últimos años de la historia familiar y que probablemente siguen vivos en la memoria del muchacho, podría darse cuenta de dónde viene la vibra que terminó rompiéndole una cuerda a su violín interior. El problema se hace grave cuando los adultos de su entorno se mantienen tan abstraídos en sus propias preocupaciones, que no se dan tiempo para averiguar qué huella quedó en la mente del chico a consecuencia de lo vivido. O lo saben pero lo banalizan, para no tener que hacerse cargo de las consecuencias.

Me preguntaba hace poco qué puede llevar a un maestro a discriminar a los estudiantes que cree con menor aptitud para aprender, sea por su condición social, su personalidad inhibida o inquieta, sus malos antecedentes académicos o las características de su familia, entre otros motivos. Es decir, a enviarlos a otra sección, a devolverlos a sus casas, a mandarlos al turno de la tarde o a hacerlos sentar en la parte de atrás, como quien los quita del camino. Ocurre que ese maestro no se asume un discriminador. Él segrega a ciertos niños simplemente porque exigen de él una capacidad de respuesta que sobrepasa su nivel de preparación. Como no puede admitirlo, dirá que no le corresponde hacerse cargo y que por su propio bien, deben ser derivados.

Ahora pensemos por un instante en esos niños, que en muchas escuelas pueden llegar a ser los dos tercios del aula o más –el inmenso club de los olvidados- y en lo que podría ocurrir en ellos durante la clase, cada vez que se acuerden de su tía. Es decir, cada vez que recuerden, con justo dolor o con legítima bronca, la enorme facilidad con que son puestos de lado por los adultos en quienes, se supone, deberían confiar; la desidia con que son enseñados, la despreocupación por sus progresos o sus dificultades. Querría decir entonces que cuando la cuerda del buen rendimiento se rompe en las escuelas, no es necesariamente por el bajo nivel de habilidad verbal y matemática de sus docentes, como suelen decirnos, sino quizás porque, repentinamente, una legión de estudiantes recordó a su tía.

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