miércoles, 19 de agosto de 2009

ARTÍCULOS DE ASOCIADOS

La tía Olinda o el viejo arte del disimulo
Por: Luis Guerrero

Publicado el 21/08/09 en CNR

La tía Olinda era de esas señoras que jamás le gustaba quedar mal ante ningún extraño. Se esforzaba mucho por lucir, ella misma y su pequeña casita ubicada en una antigua Quinta de Jesús María, tal como suponía les agradaría verlas a sus vecinos. Considerando su edad, podríamos decir que esto no tenía nada de raro. El problema es que la tía Olinda solía ser muy déspota con el personal que la ayudaba en la cocina y el lavado de ropa, reservándose toda la gentileza para sus ocasionales invitados. Su casa, dicho sea de paso, adolecía desde hace mucho de serios problemas de orden, limpieza y mantenimiento en todas sus áreas… excepto en la fachada exterior, la sala y el baño de visita.

Fue así como los hijos de Olinda crecieron en una cultura familiar que valoraba la apariencia mucho más que la realidad, habituándose a la simulación como una regla normal de vida. Dicho de otro modo, todos aprendieron de su mamá que cambiar la realidad y construir una distinta era mucho más exigente y complicado que fingirla, por lo que fueron alimentando la convicción de que disimular la verdad era, realmente, un camino mucho mas corto, económico y ventajoso hacia la aprobación o la admiración de la gente.

Ciertamente, las furias de la familia se descargaban sin piedad sobre cualquier primo, hermano, hijo o vecino que se atreviera a hablar de lo que estaba prohibido. Por ejemplo, de la indómita plaga de bichos en la cocina, de sus mayólicas cada año más sucias, del caño de la lavandería atorado desde hacía tres navidades, de las cortinas desvencijadas, rotas y polvorientas de los dormitorios cuyas ventanas no daban hacia la calle o de las toallas percudidas y malolientes con las que se bañaban a diario. Sólo por no mencionar el colchón duro e impresentable que tenía asignado la muchacha que les cocinaba y la falta de luz eléctrica, justo en su habitación. Quien osara romper el tabú la pagaría caro, y conocería el odio y la maledicencia sin límites de la tía Olinda.

Con los años, sus hijos se hicieron profesionales. Uno se hizo maestro, otra Contadora Pública Colegiada, llegando a ser por unos meses Ministra de Educación gracias a su antigua amistad con el jefe del partido que alguna vez ganó las elecciones. Entrenados espléndidamente por mamá en el arte de fabricar imágenes postizas de sí mismos, el profesor trataba a sus alumnos en la clase con negligencia, desprecio o indiferencia, pero era asombrosamente simpático y amable con sus padres. Por supuesto, podía ser implacable con aquellos que expresaran alguna crítica a su trabajo, demostrando una gran habilidad para poner en su contra al resto del comité de aula y para persuadirlos de que el hijo del susodicho era un mitómano desadaptado.

La hija de Olinda tampoco deslució la tradición familiar. En los meses que duró su ministerio hizo resonantes anuncios de medidas aparentemente reformadoras, pero ejecutadas de manera tan apresurada e improvisada que nunca lograban sus objetivos. Hacer las cosas en serio le hubiera sido tan trabajoso y complicado como lo fue para su madre hacerse cargo de las siempre postergadas transformaciones en la casa de su niñez. Más sencillo le fue simular, disimular y exagerar resultados, dado que el común de la gente jamás se atrevería a desmentirla. Por cierto, quienes sí lo hacían quedaban de inmediato expulsados del paraíso.

Ahora bien, la mala noticia es que la tía Olinda todavía goza de buena salud y, no quería revelarlo pero es preciso, tuvo una descendencia muy numerosa.

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