jueves, 4 de febrero de 2010

ASOCIADOS

Educación con poder blanqueador
Por Luis Guerrero - CNR

Carlos Contreras, destacado historiador peruano, cuenta que en 1907 llegó a Cangallo, provincia de Ayacucho, un curioso cargamento. «Una enorme recua de mulas depositó en esa apartada comarca de los Andes: 750 pizarrines, 60 cajas de lápices de pizarra, 130 cajas de plumas, 6000 cuadernos en blanco, 45 cajas de lapiceros, 300 libros de primer año y otros 175 de segundo año, 41 cajas de tiza y 4 silbatos para maestros, traído todo ello de la casa Hachette de París». Era el arribo de la educación. No obstante, llevar educación a las zonas rurales fue siempre motivo de polémica. Así como tenía furibundos opositores, tenía a favor personajes convencidos de que la educación, como recuerda Marisol de la Cadena, era «la más depurada tecnología del alma, capaz de curar la decrepitud moral de los mestizos e incluso transformar a los indios en peruanos evolucionados, en nuevos mestizos».

A fines del siglo XIX, Ricardo Palma, conocido tradicionalista, escribió: «La mayoría del Perú la forma una raza abyecta y degradada… (pues) el indio no tiene el sentimiento de patria… Educar al indio, inspirarle patriotismo, será obra no de las instituciones sino de los tiempos». En la otra orilla, en 1902, Alejandrino Maguiña, encargado de investigar un levantamiento indígena en la provincia de Chucuito, departamento de Puno, abogaba en su informe acerca de la necesidad de «educar al indio para elevar su raza hasta el nivel de los demás». Luis E. Valcárcel, Ministro de Educación del Perú en 1946, defendió ante el Congreso de la República la conveniencia de educar a «los indios» con el siguiente argumento: «El maestro es un amigo que demostrará en el seno de la comunidad indígena, las ventajas de ciertos conocimientos y prácticas mejores que los suyos».

Un siglo después, nadie se atrevería a declarar inconveniente o peligroso educar a los hijos de las familias campesinas, ganaderas y comerciantes que viven en zonas muy alejadas de las ciudades, por debajo de la línea de la pobreza, hablando una lengua distinta al castellano y portadores, por añadidura, de costumbres ajenas a los hábitos «civilizados» del poblador urbano y «mestizo». Naturalmente, la crónica desidia del Estado para afrontar y resolver la pésima educación que llega a las áreas rurales, la más atrasada de América Latina respecto de la que se brinda en las ciudades según UNESCO, indica con claridad cuál es la prioridad que, en los hechos, tiene esto en la cabeza de las autoridades y en la agenda pública: ninguna.

Lo que es peor, pareciera tener vigencia la vieja «función civilizadora» asignada a la educación de los habitantes del campo: alfabetizarlos y hacer que se sientan peruanos. Es decir, una educación en pomo chico y con «poder blanqueador». Y es que aún hoy, hay quienes explican los malos resultados de la escuela rural en razón del currículo, pues lo sienten muy exigente y que no ayuda a enfocarse en lo esencial: la alfabetización lectora y matemática, los valores y el trabajo.

Nótese que este argumento coloca los límites de la escuela rural en las capacidades de sus estudiantes o de sus mismas comunidades y por eso aconseja recortar el currículo. No asigna valor al saber cultural, reflejado en habilidades socialmente aprendidas, de gran relevancia curricular pero invisibles en la escuela. Tampoco considera la pésima asignación de docentes, que no les exige hablar la lengua de los alumnos ni saber enseñar en el medio rural, o el abandono material de estas escuelas, como causa de los malos aprendizajes. Tampoco el derecho y la necesidad de estos niños ir más lejos que la lectura y la matemática. El «realismo» casi siempre juega en contra de la educación de los más pobres. Hasta pronto.

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