ARTICULOS DE ASOCIADOS
Políticas de infancia en el Perú: y así pasan los días
Por Luis Guerrero
Publicado el 13/11/09 en CNR
Hay situaciones anómalas con las que nos habituamos a convivir sin sobresaltos dramáticos, como el caño de la cocina o el foco de luz del pasadizo, malogrados desde hace meses, la montaña de papeles por archivar, el libro prestado que no reclamamos o los ansiados lentes con medida nueva que aún no encargamos. Claro, cuando alguna de estas situaciones hace crisis y provoca un perjuicio mayor, le buscamos la solución. Pero si a uno de nuestros hijos le sube la temperatura saltamos como un resorte, pues la fiebre puede ser anuncio de un problema mayor y queremos cerrarle el paso. Dejarlos en estado febril durante días pretextando otras prioridades y reaccionar sólo ante su agonía, nos resultaría intolerable.
Infelizmente, esa frontera de sensibilidad ante los problemas que afectan a la infancia suele ser bastante borrosa y flexible cuando se trata de niños que viven a demasiados kilómetros de distancia del lugar donde se toman las decisiones sobre las políticas y el presupuesto público de una nación. En 10 de las 26 regiones del Perú, por ejemplo, hay serios y antiguos problemas con la nutrición de los niños. En nueve de ellas, por lo menos un tercio de los menores de 5 años son desnutridos crónicos, y en una el problema afecta a la mitad. Además, según el Instituto Nacional de Estadística, sólo la mitad de niños peruanos que están entre los 3 y los 5 años de edad reciben educación inicial, cifra que se reduce a poco más de un tercio entre la población infantil que vive en el campo, alejada de las ciudades.
Sería injusto y falaz decir que el Estado no ha hecho nada al respecto. En los últimos 20 años se han producido normas, firmado convenios, generado políticas, implementado programas y asignado recursos crecientes para atender éstos y otros problemas que afectan a la niñez, como nunca antes. Y las cifras se han movido, como es el caso de la desnutrición. Pero se progresa tan lentamente que pareciera que estos problemas estuvieran en la larga lista de situaciones cuya solución definitiva puede esperar. O cuya magnitud y complejidad los vuelve tan inmanejables, que más nos valdría acostumbrarnos a convivir con ellos por largo tiempo, con sabia resignación y esperanzada paciencia, en nombre del realismo.
Este razonamiento, sin embargo, parte de una premisa discutible: que las cosas se están haciendo bien y que las dificultades provienen de la naturaleza misma de los problemas, no de las soluciones. Sensiblemente, la experiencia revela que lo contrario también es cierto. Existe, por ejemplo, una multitud de acuerdos y obligaciones legales, resultado de arduos, plurales y prolongados esfuerzos de concertación, pero que al final no se traducen en acciones ni en presupuesto, es decir, no se cumplen, sin que ninguna autoridad se rasgue las vestiduras por eso.
Pero si los planes y programas ven la luz, no es raro encontrar acciones limitadas a objetivos de muy corto plazo, que no anticipan lo que debiera lograrse mañana ni pasado mañana. Programas, además, de eficacia dudosa porque no se piensan ni ejecutan de la mano de programas afines, sólo porque están a cargo de otro sector público. O por ejecutarse con lentitud exasperante, obstinadamente desde Lima y sin mayor celo por sus resultados. Uno podría preguntarse ¿Y a qué autoridad le pido cuentas por todo esto? La respuesta es simple: a ninguna, pues no hay nadie formalmente a cargo del conjunto de políticas que conciernen a la infancia.
Y así pasan los días… y yo desesperado, cantaba Nat King Cole. Este bolero movió sensibilidades en su tiempo. Creo que hoy no nos será suficiente. Hasta pronto.
Por Luis Guerrero
Publicado el 13/11/09 en CNR
Hay situaciones anómalas con las que nos habituamos a convivir sin sobresaltos dramáticos, como el caño de la cocina o el foco de luz del pasadizo, malogrados desde hace meses, la montaña de papeles por archivar, el libro prestado que no reclamamos o los ansiados lentes con medida nueva que aún no encargamos. Claro, cuando alguna de estas situaciones hace crisis y provoca un perjuicio mayor, le buscamos la solución. Pero si a uno de nuestros hijos le sube la temperatura saltamos como un resorte, pues la fiebre puede ser anuncio de un problema mayor y queremos cerrarle el paso. Dejarlos en estado febril durante días pretextando otras prioridades y reaccionar sólo ante su agonía, nos resultaría intolerable.
Infelizmente, esa frontera de sensibilidad ante los problemas que afectan a la infancia suele ser bastante borrosa y flexible cuando se trata de niños que viven a demasiados kilómetros de distancia del lugar donde se toman las decisiones sobre las políticas y el presupuesto público de una nación. En 10 de las 26 regiones del Perú, por ejemplo, hay serios y antiguos problemas con la nutrición de los niños. En nueve de ellas, por lo menos un tercio de los menores de 5 años son desnutridos crónicos, y en una el problema afecta a la mitad. Además, según el Instituto Nacional de Estadística, sólo la mitad de niños peruanos que están entre los 3 y los 5 años de edad reciben educación inicial, cifra que se reduce a poco más de un tercio entre la población infantil que vive en el campo, alejada de las ciudades.
Sería injusto y falaz decir que el Estado no ha hecho nada al respecto. En los últimos 20 años se han producido normas, firmado convenios, generado políticas, implementado programas y asignado recursos crecientes para atender éstos y otros problemas que afectan a la niñez, como nunca antes. Y las cifras se han movido, como es el caso de la desnutrición. Pero se progresa tan lentamente que pareciera que estos problemas estuvieran en la larga lista de situaciones cuya solución definitiva puede esperar. O cuya magnitud y complejidad los vuelve tan inmanejables, que más nos valdría acostumbrarnos a convivir con ellos por largo tiempo, con sabia resignación y esperanzada paciencia, en nombre del realismo.
Este razonamiento, sin embargo, parte de una premisa discutible: que las cosas se están haciendo bien y que las dificultades provienen de la naturaleza misma de los problemas, no de las soluciones. Sensiblemente, la experiencia revela que lo contrario también es cierto. Existe, por ejemplo, una multitud de acuerdos y obligaciones legales, resultado de arduos, plurales y prolongados esfuerzos de concertación, pero que al final no se traducen en acciones ni en presupuesto, es decir, no se cumplen, sin que ninguna autoridad se rasgue las vestiduras por eso.
Pero si los planes y programas ven la luz, no es raro encontrar acciones limitadas a objetivos de muy corto plazo, que no anticipan lo que debiera lograrse mañana ni pasado mañana. Programas, además, de eficacia dudosa porque no se piensan ni ejecutan de la mano de programas afines, sólo porque están a cargo de otro sector público. O por ejecutarse con lentitud exasperante, obstinadamente desde Lima y sin mayor celo por sus resultados. Uno podría preguntarse ¿Y a qué autoridad le pido cuentas por todo esto? La respuesta es simple: a ninguna, pues no hay nadie formalmente a cargo del conjunto de políticas que conciernen a la infancia.
Y así pasan los días… y yo desesperado, cantaba Nat King Cole. Este bolero movió sensibilidades en su tiempo. Creo que hoy no nos será suficiente. Hasta pronto.
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